Hundida en la miseria –al igual que todos sus compatriotas– y temiendo ser arrestada por la Policía Secreta (la temible y de ingrata recordación Budapesti Főkapitányság Politikai Rendészeti Osztálya mejor conocida por sus posteriores siglas AVO) le aconsejan a María acercarse a los militares del régimen comunista pues eran los únicos capaces de conceder favores.
Así, María –muy necesitada– conoce a un militar húngaro luterano que habiendo combatido en la guerra simpatizó con los comunistas rusos luego de que se portaron muy amables con él después de capturarlo en el frente. Así, el militar en cuestión, cuyos padres de hecho eran cultos intelectuales de simpatías socialistas, escaló fácilmente en el escalafón del Ejército popular húngaro. Cuando conoció a María, este militar trabajaba en la Guardia de Fronteras. De buen corazón y todo un caballero, le brindó ayuda, le consiguió una casita, un trabajo y se enamoró de ella.
“No te preocupes María”
El esposo de María (en la foto, Pal Maleter), en la medida en que ascendía en el Ejército Popular de Hungría, veía cada vez más difícil obviar un compromiso inequívoco y total con el Partído Comunista. Antes de ascender a Coronel le impusieron desde el Partido Comunista la obligación de separarse de su esposa María a quien los burócratas consideraban una peligrosa reaccionaria dadas sus convicciones católicas –que nunca abandonó– y su origen acomodado.
La relación obviamente se enturbió, y puesto entre la espada y la pared (cárcel o miseria para él y toda su familia versus tranquilidad –al menos– para él y sus hijos) sacrificó contra su personal voluntad a su esposa, y se divorció de ella y se quedó con Pablito, el hijo mayor. Luego se casó con quien el Partido Comunista le recomendó: una camarada con conciencia de clase y muy confiable para el Régimen. El ascenso esperado se dió.
En medio de lo que sin duda fue una trágica separación, el militar le dijo a María algo enigmático: “No te preocupes María, cuando el tiempo llegue, estaré donde corresponde”.
En los diez años que habían pasado desde su boda, se había afianzado en la patria de María una feroz dictadura que se asentaba en la tortura, los juicios sumarios, la persecución de la Iglesia y el cierre total de espacios políticos. El incansable luchador en contra del fascismo Arzobispo de Esztergom y Primado de Hungría, el cardenal József Mindszenty estaba penando en las mazmorras comunistas prisión de por vida, por crímenes en contra del Estado confesados bajo tortura. La Policía Secreta (la AVO, luego llamada AVH) se encargaba de mantener el control de la sociedad bajo la sombra omnipresente del ejército de ocupación ruso.
En 1956, el 23 de octubre, una insólita manifestación estudiantil de protesta pacífica se hizo con la plaza mayor de la ciudad de Budapest junto con un grupo de escritores. El evento era inaudito pues tales cosas constituían una afrenta arriesgadísima contra el régimen, pero inspirados en la esperanza de que el Zar rojo de todas la Rusias, Stalin, había fallecido recientemente, los ciudadanos de Budapest se unieron en masa a la concentración.
Se dice que 200,000 almas se congregaron. Al final de la tarde de ese 23 de octubre, derribaron la estatua de Stalin, símbolo ominoso del terror comunista, y se dirigieron al filo de las 9 de la noche a transmitir un pliego de peticiones a la Radio Estatal comunista.
La AVO empezó a disparar contra la multitud. Enfurecida la muchedumbre (pandillas de reaccionarios según el régimen) dejaron explotar las frustraciones contenidas en años. Los tumultos se dirigieron a las barracas del ejército a robar armas para la defensa y para el estallido de la revolución y la ciudad se convirtió en campo de batalla.
A sus ocho años de edad, Pablito, quien con María su madre escuchaba la radio oficial, estaba al tanto de lo que sucedía, pues –además– desde la ventana de su cuartucho se oían los disturbios nocturnos y se veían los primeros cadáveres rusos y húngaros iluminados por las bombas molotov de los insurgentes.
El gobierno llamó a los tanques del Ejército Popular a reprimir el estallido de violencia. Pablito –a quien, como podrán imaginarse, no le simpatizaban ni los rusos ni los comunistas– al escuchar las condenas radiales de los funcionarios del régimen, salió a la ventana y gritaba: “¡Saquemos a los rusos! ¡No le crean a los rusos! ¡Los rusos son malos!”
El combate era ahora contra los tanques rusos de ocupación. Los disparos y los cañonazos se oían por doquier. En la madrugada del 24 de octubre llega una columna de tanques húngaros a recuperar las Barracas de Kilian. Luego de un par de consultas radiales, el comandante comunista de la columna blindada, al recibir la orden de disparar contra los rebeldes, decide inesperadamente desobedecer y unirse a los jóvenes amotinados.
Los tanques húngaros –apoyando así la revolución– dirigen sus torretas hacia los rusos que intentaban recuperar la barracas. Esas fueron las primeras horas de cuatro días de combates.
La Radio Estatal fue de lo primero que cayó en manos de los insurgentes, y desde allí transmitían a los hogares húngaros mensajes de esperanza a todos los hogares Húngaros. María y Pablito escuchaban.
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