
¡Qué mala suerte tuvo Fidel! Podía haber terminado como Stalin. O como Mao. Podía haberse despedido hasta como Lenin. Podía haber muerto en el dulce autoconvencimiento de que su proyecto funcionaba e incluso tenía futuro.
Pero la vida le jugó una mala pasada: Fidel no se murió a tiempo y ahora, desde su cuarto de convaleciente, ve cómo el andamio comunista se vino al piso y cómo avanza en la isla el bichito del capitalismo.
“La historia me absolverá”, escribió en un momento de optimismo y vanidad. Pero a Fidel la historia no lo absolverá: más bien lo disolverá. De hecho, ya lo está haciendo.
Quedará, sin poderse disolver, el recuerdo de los millones de personas condenadas a vivir en una cárcel, la memoria de quienes murieron en el intento de fuga y la tragedia inconmensurable de todos los que no pudieron desarrollar sus potencialidades, que no es otra cosa que hacer algo decente de la vida.
Durante décadas, los halcones de la política estadounidense y los altos mandos comunistas cubanos apostaron por el mantenimiento del bloqueo. El bloqueo les sirvió a ambos: a los primeros en función electoralista e ideológica y a los segundos porque justificaba el fracaso de la política económica en la medida que la hecatombe en la cual se iba hundiendo irremediablemente Cuba era asignada al bloqueo.
El comunismo fracasó en todo el mundo. Pero en Cuba, dicen, fue por el bloqueo. Y muchos se lo creen, porque no les queda más que creer o reventar.
Más de medio siglo después, Cuba se encuentra en una situación de intensa penuria, de desmoralización generalizada y de urgente necesidad en los niveles más elementales de la vida. Es una sociedad rota socialmente, desahuciada moralmente y fracasada políticamente.
Hace años se encuentra en La Habana un grupo de asesores chinos. Su presencia allí responde al interés de Pekín de penetrar en el continente y al interés de la cúpula castrista de modernizar un poco el modelo, de flexibilizar un poco las estructuras, de combinar, en la mejor manera posible, el poder monopólico del Partido Comunista con las bondades del capitalismo, único sistema existente en el mundo capaz de crear riquezas.
Pero Cuba no es China, los cubanos no son los chinos, las herencias culturales son demasiado diferentes y los pobres asesores de Pekín estacionados en La Habana ya no saben qué hacer para lograr que sus propuestas se lleven a la práctica.
Apurado por la historia, que ya le ha regalado el estrepitoso fin de la Unión Soviética, la caída del Muro de Berlín y la victoria del capitalismo en China, el clan Castro intenta avanzar de a milímetros, introduciendo minúsculos cambios que produzcan una pequeña mejoría en la vida de la población sin por ello perder el poder.
Es un intento condenado al fracaso. En el lapso de muy pocos años, Cuba se encontrará viviendo bajo la peor combinación posible, manteniendo una oligarquía de la camarilla militar castrista y viendo el avance de un capitalismo primitivo y rapaz, tan deshumanizado como el régimen comunista.
Será un escenario mucho más ruso que chino; será un escenario netamente mafioso en el cual se darán las peores facetas de los dos sistemas.
Si Fidel sigue teniendo mala suerte, será testigo de todo esto. Verá con impotencia cómo la economía de mercado invade la isla; cómo la plus valía se convierte en el gran Dios de los cubanos; cómo la famosa “lucha de clases” que él consideraba superada recrudece y se expande; cómo regresan los cubanos de Miami para comprar toda la infraestructura disponible; cómo se instalan en las mejores esquinas de las ciudades cubanas los símbolos del odiado capitalismo: Coca-Cola, McDonald’s, IBM, Walmart, Levi’s…
Incluso, y esto sí sería una prueba insufrible, a Fidel le podría suceder algo que jamás en su larga vida sospechó: ser cuidado en sus últimos días por empleados de una empresa de salud privada o mixta.
En ese sentido, la vida le fue mucho más lisonjera a un Che Guevara, mito de multitudes muerto joven y en situación trágica como un Julio Sosa, un Carlos Gardel o un James Dean.
Mientras tanto, la historia lo sigue disolviendo en vida. Lenta pero inexorablemente.
(*) El autor es doctor en Historia y escritor