Al hacerlo, les pidió a sus discípulos que lo imitaran. Entonces, se identificarían con el Maestro que fue capaz de dar esa muestra de amor. Por algo, en el evangelio de Juan también se nos recuerda que el amor de Dios Padre fue tan grande que llegó al extremo de darnos a su Hijo para la salvación de la humanidad. Si un Maestro de la talla de Jesús podía hacer ese gesto humilde de amor con sus discípulos, significaba que ciertamente era capaz de hacer algo más por ellos. En efecto, se había desprendido de todo protocolo humano y lavó los pies; es decir no tuvo reparos en rebajarse para manifestarse como siervo y servidor de todos.
Ese gesto de amor era, a la vez, un anuncio profético del evento que transformaría la historia de la humanidad. El Maestro que se despojaba de su condición para lavar los pies es el mismo que se despoja de las prerrogativas de la divinidad para entregar su vida y morir por la humanidad. Es lo que de verdad hace radical el amor del Padre y el del Hijo: pocas horas después el anuncio de su donación se hace realidad cuando en la cruz, el Señor ofrece como sacerdote la víctima, que es, ni más ni menos, su propia vida.
Ese regalo de Dios a los creyentes se ha transmitido como una tradición de generación en generación desde entonces. Para ello, el mismo Jesús hace que algunos de los discípulos, por el sacramento del Orden, puedan hacer realidad la eucaristía y, a la vez, hacer memoria viva de la Palabra y de la salvación. Esos discípulos, marcados con la fuerza y el sello del Espíritu actúan en nombre de Jesús y son configurados a Él. Desde entonces y hasta ahora, en camino a la plenitud, los ministros ordenados hacen realidad sacramental el cuerpo de Cristo, siguen perdonando los pecados y continúan el servicio del Pastor bueno, Jesús, para guiar a las ovejas al redil seguro.
Fruto del amor de Dios: eso es lo que conmemoramos en esta tarde-noche del jueves santo. El mismo mandamiento del amor es fruto del ejemplo de Jesús; con él, se aseguró ante la humanidad que su entrega era sacerdotal y se ofrecía un sacrificio para realizar la nueva creación. El lavatorio de los pies era el preludio de lo que sucedería en la cruz, horas más tarde; pero, a la vez era el prólogo de un ministerio sacerdotal que, en el tiempo, haría memoria viva de la pascua de Jesús y haría realidad el sacramento de la eucaristía.
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