RÉQUIEM POR GUAJABANA

miércoles, 20 de junio de 2012


DE LOS ARCHIVOS DE NUEVO ACCIÓN
(6-15-12-10:30AM)
CRÓNICAS DEL ARCHIPIÉLAGO
RÉQUIEM POR GUAJABANA 
Por Aldo Rosado-Tuero
Guajabana era una pequeña y casi insignificante loma o montaña que se divisaba claramente desde el apeadero del tren de la línea de Narcisa, en el bucólico y aislado caserío de Guaní. Un enclave rural en la costa norte de la antigua provincia de Las Villas en Cuba, donde casi nunca pasaba nada. A pesar de su poca altitud (si la comparamos con otros sistemas montañosos de Nuestra América) Guajabana era famosa porque poseía una caverna llena de murciélagos, donde existían unas pinturas rupestres, seguramente realizadas por los primigenios pobladores de la Isla Grande del archipiélago cubano, que para mi molestia,  no eran debidamente apreciadas ni conservadas. Y además se la asociaba con “la cueva de la Boca del Infierno” mencionada por Don Fernando Ortiz en su conocida obra Una Pelea Cubana Contra Los Demonios. Pese a todo eso, en realidad se le prestaba más atención a las toneladas de mierda de murciélago (nunca logré entender por que carajo, se le llamaba guano a la mierda del murciélago) que eran bajados en saco de yute por un cable de acero, tendido desde la entrada de la mencionada cueva, hasta el llano. 
Pero para mí, la Loma de Guajabana era como el Everest de mi niñez. Tierra de aventura para practicar el montañismo y la espeleología, de unos enclenques chiquillos que jugábamos a emular a Sir Edmund Hillary y a Ñico Cuevita. Cuando en mis múltiples viajes a la finca de mis abuelos maternos, la divisaba a través de la ventanilla del gascar, mi desbocada imaginación me transportaba a Nepal y a los Himalayas. En realidad  escalar la loma hasta la entrada de la cueva  era tan fácil que se convirtió en rutina, y todas las escuelas de los municipios de Caibarién y Remedios programaban excursiones anuales a Guajabana. Los maestros y sus acompañantes (una bullanguera riada de entusiastas muchachos) eran una de las pocas cosas que rompían la tranquilidad y el silencio del paradero de Guaní. 
Cuando en mi colegio se anunciaba una próxima excursión a la Loma de mis sueños, todo era excitación. Nunca dormí la noche antes. Permanecía despierto hasta las cinco de la madrugada cuando marchaba al colegio, para de allí, junto a mis maestros y condiscípulos dirigirnos a la estación del tren que salía a las seis de la mañana. Ni los años pasados, ni los bandazos que he dado en mi navegar por este mundo, han logrado hacer que se borren de mi mente esos días de felicidad. Aún recuerdo como buscaba la cerquedad de Celita, (mi linda y dulce compañerita de colegio, que se sentaba exactamente detrás de mi en el primer pupitre del aula) con la  esperanza de tener una oportunidad de darle la mano, para  ayudarla  en la ascensión, tal como hacía Miguel Ángel con Caruquita, pareja que despertaba la envidia de los mas pequeños ya que era un secreto a voces que se amaban, y nos sorprendía la “valentía” de Miguel, que contrastaba con el temor y la vergüenza de los demás, que sentíamos pánico de que lo maestros llegaran a conocer nuestros sentimientos hacía el sexo opuesto. 
Aún recuerdo mi última excursión a Guajabana. Como ya subir hasta la cueva no constituía ninguna hazaña, un grupo de “arriesgados” condiscípulos decidimos que haríamos una excusión de “montañismo en grande”. Subiríamos hasta el tope de la loma, pero esta vez lo haríamos por el lado opuesto de la cueva y no iríamos en tren. Caminaríamos desde Caibarién hasta la montaña, utilizando el camino de Rojas a Remedios.  Si la memoria no me es infiel me acompañaban en esa “expedición”: Negdo Mesa, que luego se graduaría de veterinario y hoy es un destacado Profesor por allá por New Jersey; “Chemón” Urbay,  que al crecer se convirtiera en una de los mejores directores musicales de Cuba y que por un tiempo dirigió la Orquesta del Instituto Cubano de Radio y Televisión y que hoy anda por el Miami cubano; Nicanorcito Rojas, que creo todavía vive en Cuba; Héctor Veitía, hijo del pastor de la iglesia Presbiteriana de Caibarién y  Director de Cine del Icaic; Paquito Perera, todavía residiendo en Cuba retirado, después de haber sido Gerente Director por muchos años de la intervenida Rayonera de Matanzas; Rogelio Caturla, el que después de vivir de adulto en Pinar del Rio, volvió, ya retirado, a la Villa y pasa su vejez en la misma casa  en que nació en el rinconcito marinero de nuestra infancia; José Luciano Martínez, comunista de toda la vida, que murió de complicaciones diabéticas en la Isla; Mariano Palacios, el menos proletario de todos, que al advenimiento de la revolución, llegó a ser Vice Ministro de Transporte y murió de un ataque cardiaco, al bajarse en Sagua La Grande de su lujoso vagón de ferrocarril, donde paseaba sus privilegios de Mayimbe de la nueva clase; y tal vez, un par más de amigos a los que no logro ubicar o recordar con claridad. 
Como era de esperarse de tan “intrépidos expedicionarios” la escalada fue todo un éxito, con uno que otro tropezón incluido y una peligrosa situación que se produjo cuando Nicanorcito, que subía directamente delante de mí, pisó una roca de bastante buen tamaño que estaba suelta en la ladera y ésta salió volando y pasó peligrosamente cerca de mi cabeza,  y de los demás “montañistas” que nos seguían en fila india, con la consiguiente protesta de los que venían más abajo: “Coño, fíjense donde plantan los cascos, pedazos de penco”. Creo que ese día, todos esquivamos la muerte por unos pocos centímetros. 
Los esfuerzos de la ascensión se vieron recompensados por la maravillosa vista que desde “el firme” de Guajabana todos disfrutamos. A lo lejos se veía la inmensidad de la costa Norte de Cuba y sus cayos. Claramente divisábamos La Punta de Judas, Guárana y los Cayos La Aguada y Lucas en la relativa  cercanía que nos daba la perspectiva de nuestra altura y más lejanos vislumbramos a Cayo Las Brujas y los contornos de Cayo Coco, y creímos adivinar en una brumosa mancha blanca a Cayo Los Ensenachos. Allí permanecimos un largo rato extasiados ante aquella visión, nueva para nosotros, del pedazo de tierra en que nos había tocado nacer. Nunca habíamos imaginado a nuestra comarca así. Creo firmemente que ese día tomé conciencia-mirando toda la cayería que circundaba a la Isla Grande- de que la nación cubana, no era sólo la isla de Cuba,  sino un enorme y promisorio Archipiélago que rodeaba a ésta por ambas costas.  
Cansados, extenuados, después de explorar unas cuantas furnias desconocidas hasta entonces y creer que habíamos descubierto petróleo en una de ellas, pues al descender por una soga, nos encontramos con un líquido viscozo y prieto en su fondo. Iniciamos el regreso con toda la comida que habíamos acarreado para el viaje, consumida, y nuestras cantimploras totalmente vacías, faltando todavía unas cuantas horas antes de alcanzar “la civilización” de Caibarién. Por el camino, con una sed atroz atezanándonos los gaznates, teorizábamos sobre la posibilidad de que hubiera petróleo en aquel promontorio y lo justificábamos aduciendo que Jarahueca no estaba tan lejos y era un hecho que en Jarahueca había petróleo. Claro que nadie prestó atención a nuestro “descubrimiento” y muchos años después cuando un “iluminado tropical” con sueños faraónicos, arrasara con la Guajabana de nuestra niñez, se comprobó, que efectivamente estábamos equivocados y que aquello debía ser simplemente agua acumulada y corrompida por la descomposición de detritus vegetales. 
La sed era desesperante, bajo el ardiente sol tropical de un verano cubano en el mes de julio. Hubo que usar mucha fuerza de voluntad para no beber agua de una de las alcantarillas que cruzaban bajo las vías férreas del ferrocarril de Caibarién a Morón, para no exponernos a una disentería, ya que habíamos elegido regresar siguiendo esa vía. Ya cercanos a Caibarién  nos adentramos en los terrenos de la finca de los Hermanos Saínz y al encontrarnos con un precioso cocal, la tentación y la desesperante sed  nos hizo olvidar el mandamiento que tanto nos habían inculcado en las clases de religión en el colegio Presbiteriano (“no robar”) y  decidimos  apropiarnos de unos cuantos cocos para mitigar nuestra deshidratación. Rogelio Caturla, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, ni esperar a que nadie lo eligiera, trepó con una agilidad que nos dejó a todos asombrados por el tronco rugoso de un cocotero cargado de racimos de bellísimos cocos y comenzó a desgajarlos y dejarlos caer. Ni tardos ni perezosos, todos echamos mano de nuestros cuchillos y mal que bien, según la habilidad de  cada uno, fuimos descascarando los cocos hasta encontrar el lugar por donde al abrir un pequeño orificio brotaba el agua dulzona y cristalina que sabía a gloria y a vida. Cuando más entusiasmados estábamos mitigando nuestra sed, se apareció a caballo el montero de la finca, reclamando encabronado, por la “mariconada” que estábamos cometiendo contra sus jefes al robarnos aquellos descomunales cocos, repletos de ambrosía. Aquello fue de “a correr liberales del PericoTodos pusimos pies en polvorosa, olvidándonos  del pobre Rogelio que no había logrado aun descender de la mata y para colmo, siendo nuestro salvador, no había probado ni un buchito de la dichosa agua de los cocos. Pero la cosa no estaba como para demostrar valentía, ni menos para sacrificarnos heroicamente por el compañero en  desgracia. A esa edad todavía los miedos atávicos que arrastra el ser humano, nos impedían comprender la justeza de la solidaridad y el deber de compartir la suerte del compañero capturado in fraganti, por servir a la “comunidad montañista”. Lo abandonamos a su suerte y, como unas ratas miserables corrimos a escondernos a uno matorrales cercanos desde donde contemplamos, primero muertos de miedo y preocupados, y después muertos de la risa, la peripecia de la rendición incondicional de Rogelio. El muchacho, de la raza negra, se puso cenizo y descendió como un bólido por el tronco corrugado y áspero y aterrizó directamente sobre su trasero, viniendo a caer exactamente a los pies del montero que esgrimía amenazadoramente un enorme machete, además de portar en la cintura un pavoroso revólver. Nuestro Ghunga Ding, sin siquiera ponerse en pie, desde la ridícula posición en que había caído levantaba aparatosamente los brazos, mientras gritaba a voz en cuello: -“SEÑOR NO ME MATE, ME RINDO” y enseguida mirando con ojos de espanto e indignación hacía la manigua en que nos habíamos desaparecidos segundos antes, nos gritó con todas las fuerzas de sus jóvenes y potentes pulmones:-“ HIJOS DE PUTA, MARICONES. NO SEAN PENDEJOS Y DEN LA CARA. MAL AMIGOS” y añadió con desesperación:- “DESMADRADOS DEN LA CARA! QUE NOS JODAN A TODOS JUNTOS. NO A MI SOLO      “. Y bajando el diapasón, exclamó con resignación:-“Pendejos, hijos de puta!”
Lo cierto es que el montero debe de haberse conmovido o muerto de la risa interiormente, porque en una rápida e inesperada transición, cambió su severa actitud, por una displicente sonrisa y envainando el machete le conminó a abandonar de inmediato la propiedad. Rogelio hizo ademán de mandarse a correr, pero no había dado dos pasos, cuando frenó aparatosamente y se volvió hacia su ex captor exclamando:-“No. Coño señor, usted me mata, pero yo antes me tomo el agua de uno de esos cocos. Con el trabajo que pasé tumbándolos. Mire cuantos le dejo ahí ya facilitos para vender”. Ni el montero ni nosotros pudimos aguantar la carcajada colectiva que nos atacó. Dicho esto Rogelio agarró un coco, lo abrió despaciosamente, se bebió un par de sorbos, degustándolo con fruición, le hizo una ceremoniosa venia a su captor-liberador y   dándole la espalda fría y deliberadamente se dirigió sin prisa, mientras seguía bebiendo del coco, hacía donde nos escondíamos. Al encontrarnos nos arrojó con toda sus fuerzas el coco vacío hacia el grupo de apendejados y avergonzados, pero divertidos cómplices prófugos.  
Zanjado el incidente y ya olvidada “la traición” de sus camaradas de aventuras, todos emprendimos felices el resto del camino que nos separaba de nuestras respectivos hogares, bromeando y burlándonos mutuamente uno de los otros por la actitud asumida ante la incómoda situación pasada.
 El tiempo pasó, todos crecimos y nos convertimos en hombres. La vida nos llevó por diversos y distintos caminos. Y no sé los otros, pero yo nunca más volví a ascender las laderas de Guajabana. Pero aquella última vez, la visión maravillosa que disfruté desde su cima y las peripecias tragi-cómicas de aquel viaje, permanecen todavía intacta en mi cerebro, a pesar del tiempo y la distancia. Por eso no será necesaria mucha imaginación para comprender el dolor que me causó enterarme de la increíble noticia de que ya no existe como era antes a Loma de Guajabana, y que ahora es un promontorio mutilado y creo que sin su famosa y visitada cueva.
 Ocurrió que en mi patria, tuvo lugar una revolución, que, según sus principales progenitores, vino a cambiarlo todo. Y créanlo o no. Consiguieron lo que se propusieron. Cambiaron hasta la geografía. Dividieron provincias. Reagruparon municipios. Muchos pueblos, de repente se enteraron que ya no pertenecían a la provincia original, a la que habían pertenecido desde tiempos inmemoriales. Muchos que habían nacido villareños, hijo y nietos de villareños, ahora eran: unos, villaclareños, otros espirituanos, o cienfuegueros y un puñado hasta ciego avileños y matanceros. Y como para borrar el pasado de una forma tal, que a los cubanos se nos olvidara todo lo anterior a la toma del poder por “los salvadores”, decidieron, entre otras muchas barbaridades, aplanar la loma de mis amores: La Loma de Guajabana. ¿El pretexto? El sueño faraónico que suele acometer a todos los dictadores de plasmar en piedra  grandes obras, con el afán de pasar a la posteridad  y ser recordados por sus obras materiales, con el anhelo latente en su subconsciente de que esas “obras” opaquen sus “barbaridades” en otros campos.
Al “faraón criollo” se le ocurrió robar una vieja idea de la República anterior a su “reinado”. Anteriormente se le llamaba “El Proyecto Linares”. Había surgido de la mente del hombre de empresa Ceferino G. Linares. El Proyecto consistía en construir una carretera que partiendo desde Boca Chica, uniera la costa norte de la tierra firme de Cuba con los cayos adyacentes, pasando por Las Brujas y los Ensenachos, hasta llegar a Cayo Francés, lugar desde donde se embarcaban la mayoría de los azucares y mieles que importaba Cuba. Este proyecto se propuso como una alternativa al dragado del Puerto de Caibarién, que resultaba muy caro.
Pero al nuevo dueño de Cuba, se le ocurrió escamotearle la paternidad de la idea (incosteable en su magnífica y moderna concepción) al empresario capitalista, modificarla, presentarla como propia y hacerla viable como un pedraplen (camino de piedras y tierra dentro del mar). Y para ello necesitaba enormes cantidades de roca y tierra. Y ahí estaba Guajabana. A la chata burocracia propia de los regimenes autoritarios, no se le podía ocurrir mejor idea que la de “mochar” a Guajabana. Aplanar a “nuestra loma”. Y entraron en escena la dinamita y los “bulldozers” y las escavadoras soviéticas y los trabajadores voluntarios. Y la loma de la juventud de tantos cubanos quedó sólo como un recuerdo en nuestras mentes. Aplanaron y lanzaron al mar, la tradición taína, los fantasmas de los cimarrones y los mambises, que a través de la historia se habían refugiado en sus cuevas. Los recuerdos de miles de niños y jóvenes que crecieron excursionando de forma gratuita a sus “instalaciones”. Y en el plano personal, muchos momentos de felicidad, el recuerdo imborrable de quienes eran en esos momentos más que mis hermanos. Mis aventuras, y sobre todo, los sueños rotos de regresar un día a contemplar su silueta imborrable en el recuerdo, desde la distancia antes de realizar una nueva ascensión al pasado.
Descanse en paz en el fondo del mar la Guajabana inolvidable, presente-ausente en las crónicas de mi Archipiélago y en la memoria y la nostalgia de tantos cubanos, que aun lloran su desaparición.(Publicado en la edición del 27 de junio del 2008)